Ojos de cristal
OJOS DE CRISTAL
¿Hace cuánto tiempo que estoy aquí? No lo recuerdo. El tiempo ya no pasa igual desde que quedé atrapada en esta forma. Además, hay veces en las que no puedo evitarlo y me quedo dormida. Todavía necesito descansar, aunque no pueda moverme.
Hace poco desperté de uno de esos sueños. Cuando mis ojos se abrieron de nuevo, solo encontré polvo y muebles viejos, cayéndose a pedazos. No es extraño. Pasan años antes de que alguien venga aquí, por eso es tan solitario. Y, aunque quiera, no puedo girarme para ver a mi compañera. Antes había un espejo frente a nosotras por el cual la veía. Ahora ya no está. De seguro se lo han llevado. ¡Qué mala suerte!
La primera vez que la vi era una niña tan linda, con sus cabellos negros perfectamente agarrados en dos coletas, y un moño rosa en cada punta. Y esos vestidos, porque siempre llevaba puesto un vestido, tan hermosos, adornados con encajes dorados y de colores pastel.
Yo le tenía envidia. Hacía años que nadie me vestía a mí de esa manera. ¡Yo también soy una niña! Una niña de otra época, cuando los vestidos eran obras de arte.
Pero eso no es lo importante, es ella. Con sus mejillas sonrosadas y su piel suave. Tan linda siempre. Recuerdo cuando entró por primera vez a la habitación. Sus ojitos pardos se toparon con los míos. Creo que fue amor a primera vista, ya que de inmediato me tomó en sus manos.
—¡Es muy bonita! —dijo, mientras me miraba con sus ojos brillantes—. ¿Puedo quedármela, señora?
La vieja la miró con falsa dulzura, mientras sonreía.
—Lo siento, querida, pero no está a la venta.
¡Pobrecilla! Se notaba que quería llorar.
—Pero vuelve otro día, y te dejaré jugar con ella.
Sus ojos brillaron de emoción, y con cuidado volvió a ponerme en el estante. Me quedé sola de nuevo, viendo a la vieja entrar y salir de la trastienda.
Pasaron los días y aquella chiquilla no regresó. Pensé que no la vería de nuevo. Hasta que un día, escuché cómo la puerta se abría, y de pronto, ¡ella estaba aquí! Me tomó en sus brazos de nuevo y entonces jugó conmigo. Era tan cálida, y siempre me trataba bien. Hasta que su madre la llamaba y me dejaba atrás.
Llegué a odiarla por eso.
Pero cuando regresaba, todo volvía a ser felicidad. Creo que fue cuando comencé a pensar en lo bueno que sería que se quedara conmigo para siempre.
De seguro la vieja me escuchó, puesto que una tarde entró en el taller junto con la niña.
—¿De veras va a hacerme una muñeca?
La anciana sonrió.
—Por supuesto, y será una muy linda.
La niña se rio, feliz, mientras se acercaba a donde yo estaba. Parloteando sobre cómo su muñeca sería tan bonita como yo.
¡Pobrecilla! Tan ingenua. No sabía que era una trampa. Estaba a punto de vivir lo que yo pasé muchos años atrás.
Puedo describir el proceso; recuerdo cada detalle como si acabara de pasar.
Primero la durmió, colocando un pañuelo en su boca mientras estaba distraída. La dejó sobre la mesa de trabajo y comenzó a echarle los aceites.
Luego de un tiempo, con sumo cuidado, cortó cada parte: los brazos, las piernas y la cabeza. Los apiló con delicadeza, teniendo cuidado de no dañar la piel. Y luego, metió una a una las piezas en los frascos con aquel líquido amarillento y apestoso.
Los primeros días son un suplicio. Cuando estás en el frasco, todavía viva, pero sin poder moverte.
La vieja era buena en lo que hacía. Era una bruja poderosa. Sabía cómo dejar atrapada un alma en un cuerpo que debería de estar muerto. Vivía de ello, después de todo. Tenía una tienda de muñecas, no todas como nosotras, pero sí una buena parte. Y las mejores se quedaban aquí, en la trastienda, hasta que se aburría o alguien le llegaba al precio.
Yo jamás le aburrí, puesto que me dejó aquí, sola durante años.
Pasaron los días, y las piezas se encogieron y endurecieron, hasta que la piel parecía porcelana. Luego, ella volvió a entrar en la habitación. Destapó los frascos y una a una fue limpiando cada parte, hasta que quedaron relucientes. Sacó los hilos y la aguja y comenzó a coserlas. Era una muñeca hermosa, el retrato mismo de aquella niña, y mi nueva compañera en este oscuro taller.
—Es preciosa, ¿no lo crees, querida? —me preguntó, una vez que vistió a su nueva muñeca con el hermoso atuendo victoriano de color granate.
La colocó en el estante, junto a mí. Durante semanas, la vi a través del espejo. Tan linda, tan silenciosa, con unos ojos brillosos como el cristal, los cuales demostraban que aún estaba cuerda, que aún no se perdía en la monotonía de la vida de una muñeca.
Alguna vez yo pasé por lo mismo; creí que todo era una pesadilla. Pero, como todas, con el tiempo se acostumbró, pues sus ojos comenzaron a apagarse, como los míos tanto tiempo atrás.
Junto a mí presenció la creación de una docena de muñecas más, cada cual una obra de arte. Sin embargo, ninguna tan perfecta como para acompañarnos en el estante de la trastienda.
Con el paso del tiempo, la anciana cada vez llevaba menos niñas con las cuales trabajar. Pasaron largos periodos en los que no se crearon más muñecas. Las últimas ya no le quedaban bien, y se veía forzada a destruir los restos en la vieja chimenea.
—Ya estoy muy vieja para esto —nos dijo una noche, justo antes de salir por la puerta del taller para nunca más regresar.
Y desde entonces estamos aquí, solas, viendo cómo pasa el tiempo a través de nuestros ojos de cristal…
¡Un momento! La puerta se ha abierto… ¡Pero si es una niña! Espero que juegue con nosotras. Los últimos años han sido muy aburridos.

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