Karina

 

KARINA

 

Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable.

 

—Voltaire

 

No dejarse ver: esa era la regla más importante para los seres como ella. Frida, la mujer monstruosa que la convirtió en lo que era, le había inculcado eso. Era una de las pocas cosas que aprendió de ella en las que Isabel estaba de acuerdo. Pero, a veces, cumplirla le era difícil.

Le gustaba jugarle bromas a la gente: hacerse pasar por una niña fantasma para asustarlas. La manera en que disfrutaba de sus miedos la hacía pensar que se alimentaba de eso tanto como de la sangre.

El problema fue que incluso los seres como ella pueden cometer errores. Y uno de esos errores fue dejarse ver por las personas equivocadas. Lo curioso del caso es que no había sido su intención: fue un descuido momentáneo. Uno por el que estaba pagando caro, al ser forzada a alargar su actuación de simple niña mortal más de lo debido.

Isabel físicamente era una niña eterna, transformada en un ser hematófago, condenado a vivir en las sombras del mundo, errante en la oscuridad en busca de su sustento. Habían transcurrido poco más de tres décadas desde que dejó su humanidad atrás, así que recordaba muy poco de cómo debía comportarse una niña. Por eso, el estar allí, en la oficina de un orfanato, en compañía de un par de agentes de la policía local, se sentía surrealista.

—¿Cuál es el nombre de la niña? —preguntó la secretaria.

—Su nombre es Isabel —respondió uno de los oficiales que la acompañaban.

—¿Y su apellido?

—En realidad, no ha querido decirlo. Quizá no lo sabe.

La mujer suspiró, antes de dirigir su mirada a Isabel y sonreír con dulzura.

—Pequeña, ¿puedes decirme tu nombre completo?

Isabel se quedó callada, fingiendo estar asustada, aunque en realidad estaba evaluando si le era o no conveniente revelarlo. Finalmente, optó por hacerlo. Su apellido era muy común; no serviría para rastrearla una vez que se marchara de allí. Tampoco era como si en algún lugar hubiera una entrada de registro civil que demostrara su existencia. No una actual, al menos. ¿Quién la relacionaría con una niña desaparecida décadas atrás en una ciudad a cientos de kilómetros de allí?

—Me llamo Isabel Martínez —respondió, con un tono de voz bajo, que emulaba la timidez de una niña común, según le parecía.

Muchas veces en el pasado se había tenido que valer de tácticas como esa, así que no era realmente muy difícil para ella llevar a cabo tal actuación. El problema sería mantenerla el tiempo suficiente hasta poder escapar de allí. Considerando que había estado viajando un largo tiempo fuera de la civilización humana, necesitaba algo de descanso y alimento antes de poder seguir su camino.

Al fin —una vez que el papeleo estuvo terminado—, los oficiales se retiraron y la señorita que hizo el registro la guio hacia el comedor del orfanato.

El comedor era una habitación amplia en donde, divididos en varias mesas, al menos unos quinientos niños se apretujaban entre sí esperando su desayuno.

Para ella eso fue una experiencia nueva. Jamás, ni siquiera en su vida humana, había visto una escena como esa. Niños con caras pálidas, cabelleras poco cuidadas y ropas desgastadas que parecían haber sido remendadas y heredadas una y otra vez. También podía oler el aroma del detergente y el jabón baratos que usaban para la limpieza. Dadas las circunstancias, suponía que eso era lo único que la administración se podía permitir con su presupuesto.

Pero, sobre todo lo anterior, lo que resaltaba era el aroma de la sangre. Todos esos niños reunidos allí… Se sentía como estar frente a un huerto de fruta madura. Isabel contuvo la respiración, tratando de recomponerse. La mujer le sonrió en respuesta, malinterpretando sus acciones.

—No te preocupes, pequeña, ¡estoy segura de que pronto harás amigos!

Isabel asintió en respuesta.

—¡Su atención! —voceó la señorita, atrayendo las miradas de los distraídos hacia ella.

Isabel retrocedió un poco ante todos esos rostros que de pronto la miraban. Sus expresiones iban desde la repulsión hasta la simpatía. Ella, por su parte, se limitó a parecer tímida, esperando que eso los disuadiera de acercarse.

—Ella es Isabel —anunció la empleada del orfanato—; a partir de hoy vivirá con nosotros. Por favor, sean amables con ella y traten de hacerla sentir como en casa.

—¡Sí, señorita Blanca! —corearon los niños.

—Ve a sentarte. El almuerzo se servirá pronto —le indicó la señorita, antes de volver hacia la recepción del edificio.

Isabel se quedó de pie en donde estaba. Las miradas de los niños se fijaron en ella. Tras un par de minutos, sabiendo que llamaba más la atención quedándose allí, fue a sentarse en el rincón más alejado que pudo encontrar.

Los niños pronto parecieron olvidarse de ella y volvieron a sus asuntos. Sin embargo, con su oído hipersensible, era capaz de escuchar con claridad cada uno de los cuchicheos sobre ella.

Apoyó su cabeza sobre la mesa, usando sus brazos como una almohada improvisada. Por su mente pasaban miles de planes de escape.

—Hola —una voz tímida y temblorosa la hizo incorporarse.

Junto a ella se encontraba una niña de unos siete años. Su cabellera oscura estaba recogida en un par de coletas, las cuales tenían un aspecto extraño; al parecer, quien las había hecho no tenía muchas nociones de simetría. Su piel era pálida y enfermiza, como la del resto de los niños. Pero, muy en el fondo, había algo más: podía oler la enfermedad en su sangre. La chiquilla estaba condenada, aunque era posible que no lo supiera. Tal vez sus cuidadores sí.

—¿Qué pasa? —preguntó Isabel, aun metida en su personaje.

—Bueno… —La niña bajó la mirada y comenzó a jugar con los bordes de su blusa escolar—. Yo…

—¡Vamos, dime! —Isabel se dio cuenta de que su voz había sonado más ruda de lo que pretendía, ya que la chiquilla dio un respingo.

—¡Volveré después! —medio murmuró y se dio la vuelta.

—¡Espera…! —la llamó antes de darse cuenta de que se había metido demasiado en su papel—. No quise ser grosera. Yo solamente…

—¡Está bien, no importa! Solo quería saber si quieres compañía. Debe ser muy feo ser la nueva, no tener amigos y… eso. —Su voz fue bajando de intensidad, terminando lo último como un susurro apenas perceptible.

—Puedes sentarte, si quieres.

La chiquilla sonrió, haciendo justo eso.

—Mi nombre es Karina.

—Isabel… me llamo Isabel.

El desayuno se sirvió poco después de eso. Como esperaba, no fue la gran cosa: un huevo estrellado, un vaso de leche y tres tortillas de maíz para cada uno de los niños.

Isabel no tocó la comida, dado que no la necesitaba, pero Karina comió su parte con gran entusiasmo. Y no era la única: todos en ese lugar devoraban sus alimentos como si fuera la última comida de un grupo condenado a muerte.

—¿No vas a comer lo tuyo? —preguntó Karina, al ver que Isabel ni siquiera se había molestado en tocar su plato.

—No —respondió; luego empujó su almuerzo hacia la otra niña—. Puedes tenerlo, si lo quieres. Yo comí algo antes de venir aquí —mintió.

En realidad, pronto necesitaría sangre; ya podía sentir cómo crecía su sed. Por eso esperaba marcharse de allí lo más pronto posible.

La niña comenzó a comer la ración extra casi con desesperación. Estaba claro que el orfanato no tenía los recursos necesarios para alimentar a los niños de la manera adecuada. Tampoco para vestirlos.

Ese fue el primer contacto de Isabel con Karina.

 

* * *

 

Isabel no escapó del orfanato ese día ni los siguientes. En su semana allí encontró una comodidad que no había creído posible: no tener que pasar sus noches en busca de alimento o viajando para encontrar refugio era un alivio. Se sentía casi como si estuviera de vuelta a aquellas noches en las que vivió con Frida en Guanajuato, cuando estaba atrapada en la ilusión de que eran una familia.

Por otro lado, sucedió algo que no creía que era posible para alguien como ella: hizo una amiga.

Karina era alegre y simpática, una vez que superaba su timidez. Con ella había descubierto que aún podía ser una niña. Tiempo después, cuando volviera la mirada a esos días, se encontraría reflexionando al respecto: quizá esa supuesta madurez que parecía haber experimentado en sus treinta años de no vida era falsa, y en el fondo todavía era una niña tanto física como mentalmente.

Sin embargo, no todo fue fácil para Isabel. No era posible para los seres como ella e, invariablemente, necesitó sangre.

Por lo tanto, no le quedó de otra que escapar dos o tres días a la semana, durante la noche, en busca de alimento. Mataba a vagabundos o a borrachos, como siempre lo había hecho. En las ciudades grandes a veces también daba cuenta de los niños de la calle. Si no lo había hecho allí era porque el orfanato en ese pueblo había hecho que sus autoridades arrojaran allí a todos los niños sin hogar del municipio.

Por supuesto, era muy cuidadosa en sus escapadas nocturnas: siempre corría el riesgo de ser descubierta por una de las cuidadoras o de los otros niños.

Por otro lado, la salud de Karina había mejorado un poco. Una consecuencia lógica porque, desde su llegada, Isabel siempre le daba su parte de la comida. Y cuando su amiga le cuestionaba el porqué, siempre respondía lo mismo mientras sonreía.

—Yo no lo necesito. —A diferencia de la primera vez, era verdad.

Claro que había veces en que no podía evitar tener que ingerir la comida, ya que, si alguien sospechaba algo, todo podía echarse a perder. Por eso, cuando notaba miradas indiscretas, no tenía más remedio que consumir sus alimentos. Después lo expulsaba como vómito en el baño, algo desagradable, aunque era un precio justo por permanecer allí todo lo que le fuera posible.

Había una parte de ella, su instinto, que le urgía a dejar este juego y pretender ser una niña huérfana común y regresar a su existencia solitaria; pero la acallaba. Quería disfrutar de esas comodidades ahora que podía; no le apetecía volver a las calles en esos momentos.

Más, como es de esperarse, una parte de los niños comenzó a sentir antipatía por ella. Los niños son diferentes a los adultos. Un niño aún sueña cosas fantásticas, aún cree que hay un monstruo debajo de la cama y, por lo tanto, aún ve lo que los adultos se niegan a ver. Algunos de los niños del orfanato lo sabían por ese simple hecho: Isabel no era normal.

Y uno de esos niños era Pablo, el hermano mayor de Karina, de doce años. Era un chico alto y delgado, con cierta reputación de ser el buscapleitos del lugar. Un orfanato es, a final de cuentas, como una escuela, y en toda escuela siempre hay niños que se meten en problemas cada dos por tres, ya sea por alguna pelea o por molestar a sus compañeros. En ese orfanato ese era Pablo. Y desde el primer momento decidió que no le agradaba Isabel.

Debido a esa antipatía, Pablo tomó como su misión personal el conseguir que todos los otros chicos del orfanato, sus amigos y rivales, se alejaran de tan extraña niña nueva. Huelga decir lo molesto que se puso cuando se dio cuenta de que su hermana era la mejor amiga del monstruo.

Una tarde, en la cual Isabel se había ido temprano a dormir —dado que la noche anterior había salido de caza—, Pablo aprovechó el momento para hablar con Karina.

Se acercó a ella en el patio de juegos, fingiendo naturalidad.

—¿Cómo estás? —preguntó, mientras se sentaba junto a su hermana, quien apilaba pasteles de lodo en el suelo.

—Bien —respondió Karina, sin apartar su concentración de lo que hacía.

—¿Ya no has tenido tos?

Karina sacudió la cabeza, negándolo.

—Eso es bueno.

—Sí.

Prosiguieron así, sin hablar de nada realmente durante un tiempo, al menos hasta que Pablo creyó oportuno introducir el tema sobre el que realmente quería conversar.

—¿Dónde está tu amiga? —preguntó.

—Se fue a dormir temprano. Estaba muy cansada.

—¡Oh! —Guardó silencio un momento, evaluando cómo seguir—. ¿Ella es una buena amiga?

—¡Sí, la mejor que he tenido! —Una sonrisa se dibujó en el rostro de Karina. Pablo frunció el ceño ante este gesto.

—¿Sabes algo? Dicen que ella es… bueno… ya sabes.

Karina se tensó y levantó la mirada para enfrentar a su hermano.

—¿Dicen qué?

—Que ella es rara. Es casi como si fuera un fantasma… —Lo último lo dijo en un susurro, dejando la frase al aire para que tuviera mayor efecto.

—Isabel es buena, no sé de dónde sacan tantas tonterías.

Pablo suspiró.

—Karina, ¿vas a decirme que de verdad no sientes nada extraño en ella? Es como… no sé. Solo aléjate de ella. No es buena.

Ella apretó los labios y se negó a responder más a su hermano. Tras unos minutos, Pablo suspiró y se alejó.

Karina no le contó esto a Isabel, prefiriendo que las cosas siguieran como estaban. Era su amiga: la consolaba cuando estaba triste, hacían sus tareas y deberes juntas, y la acompañó el día en que su tos y la fiebre la dejaron en cama. Algo que ni siquiera Pablo, su hermano, había hecho por ella. No iba a renunciar a eso solo porque los otros niños habían decidido ser desagradables con la chica nueva.

También se dio cuenta de cómo Isabel la miraba con lástima. La misma mirada triste que la señorita Blanca y el doctor Octavio le daban. Una mirada que la hacía sentir incómoda, pero que había aprendido a pretender que no notaba.

Pasaron dos semanas desde eso, en las que la vida se convirtió en una rutina más soportable para ella. De vez en cuando, su hermano seguía insistiéndole en que lo mejor sería que se alejara de Isabel, y ella lo ignoraba.

Y luego, una noche, exactamente dos meses después de que Isabel hubiera llegado al orfanato, se levantó en la madrugada para ir a tomar agua, y al girar a ver la cama en la que Isabel dormía, ¡la encontró vacía! Creyendo que solo había salido al baño, decidió esperar a que regresara.

Al final, el sueño la venció. Soñó que Isabel entraba por la ventana y luego la acomodaba en su cama al verla dormida en una posición incómoda, dado que se había quedado dormida mientras estaba sentada.

Al despertar, estaba perfectamente arropada en su cama.

 

* * *

 

La gente se da cuenta de las cosas extrañas, sobre todo cuando estas involucran la muerte. Así que fue eso lo que llamó la atención no deseada hacia sus actividades. El hecho de que los vagabundos y ebrios aparezcan muertos en la calle no es una novedad en las ciudades grandes. Pero en las más pequeñas, la gente no lo deja pasar. Isabel fue muy ingenua al olvidarlo.

El patrón en las muertes no ayudaba en nada a mejorar eso: los cuerpos aparecían con la piel morada, marcas de mordidas en el cuello y sin gota alguna de sangre en sus venas. Fue entonces cuando aparecieron las supersticiones. Se buscó al responsable en el folclore y las leyendas cuando las explicaciones lógicas se agotaron —aunque, en realidad, nadie buscó una explicación lógica—. En México este tipo de muertes tiene un culpable obvio en el folclore popular: la chupada de la bruja.

Esto último era especialmente cierto en esa región: ese era un pueblo en el que las viejas costumbres todavía estaban fuertes.

Las personas, aterradas por lo que pasaba, recurrieron al párroco local: un sacerdote anciano y conservador, que aún asustaba a sus feligreses con cuentos de diablos y brujas que secuestraban niños recién nacidos.

Está claro que hay una bruja entre nosotros —declaró el hombre, tras escuchar los testimonios de las personas—. Es nuestro deber cristiano hacer frente a la amenaza. Bien lo dice la Biblia. «No dejarás que la bruja viva». Hermanos, cumplamos las escrituras. ¡Busquemos a la bruja y démosle muerte!

El clamor de los feligreses se dejó oír en la iglesia. Encontrarían a la «bruja» y la llevarían a la justicia divina. Tal como ocurriera siglos atrás, el fanatismo y la confusión los guiarían para cometer un grave error.

Uno de los que estaban presentes en esa reunión era don Jacinto, un anciano dueño de una frutería que solía llevar algo de fruta fresca para los niños cada fin de semana, y esa misma tarde pasó por el orfanato.

—¡Yo mismo lo vi con estos ojos! —decía muy convencido, mientras hablaba con la señorita Blanca.

—Una bruja, ¿eh? —respondió la mujer—. Mire, don Jacinto, yo lo respeto por lo que hace por estos pobres niños, pero no puede esperar que crea en brujas en pleno siglo XX. Esos son cuentos de viejas.

¡Pos si el mismo padrecito dice que fue ancina! No hay duda. Tanto muertito de los últimos días se debe a eso. En mi pueblo pasaba lo mesmo cuando yo era chamaco. ¡Se los chupó la bruja!

Blanca suspiró con resignación.

—Cuando era niña, mi papá, que en paz descanse, nos contaba lo mismo… pero yo tenía entendido que a las brujas solo les interesaba la sangre de los bebés de cuna.

Don Jacinto se quedó callado por un momento, aunque, al poco, insistió.

—Pos puede ser, pero de que hay una bruja en el pueblo, no hay duda. El padrecito ya la anda buscando.

—En lugar de buscar brujas, debería ocuparse de cuidar la iglesia. ¡Se está cayendo a pedazos!

Dicho eso, Blanca se dispuso a continuar con lo suyo; sin embargo, al volverse, se topó con Isabel, quien al parecer había estado detrás de ella escuchando la conversación.

—¿Qué haces aquí?

—Nada, yo solo… —Se interrumpió.

—Isabel, vuelve a jugar con tus amigos —ordenó la señorita Blanca.

La niña asintió con la cabeza y volvió a la sala de juegos, donde la esperaba Karina.

Su mente estaba ocupada en lo que había escuchado. Era momento de irse, algo que tenía que haber hecho antes de que las cosas llegaran hasta ese punto. En fin, había sido bueno mientras había durado.

 

* * *

 

La noche había llegado. No podía posponerlo más tiempo. Pasó todo el día jugando con Karina, tratando de que el último día que estaría con ella fuera lo mejor posible. Se lo debía; después de todo, ella le había mostrado que aún quedaba algo de humanidad dentro de sí.

Pablo había hecho otro intento de alejarlas. Isabel estaba enterada de esto desde el principio. No pasaba nada en ese lugar sin que se diera cuenta de ello. Era tan fácil como leer las mentes de todos para saberlo. Bien, esa noche finalmente Pablo tendría lo que deseaba, pero no por sí mismo, sino porque para Isabel ya era demasiado peligroso seguir en ese lugar.

—¿Recuerdas a tus padres? —La pregunta de Karina la tomó por sorpresa. Estaban ya acostadas cada una en su cama; casi era la hora de dormir.

Isabel guardó silencio. No sabía cómo responder a eso. Hacía mucho que no pensaba en sus padres y en sus hermanas. ¿Vivirían ellas todavía? Esperaba que sí. Tenía la certeza de que sus padres estaban muertos.

—Algunas veces —respondió finalmente—. Sé que mi padre me buscó hasta el final. Me enteré por los periódicos.

—¿Te busco? ¿Estás perdida?

—Fui secuestrada. Eso fue hace mucho; no he visto ni vuelto a saber de mis padres en… mucho tiempo.

—¡Díselo a la señorita Blanca! Seguro que ella te ayudará a encontrarlos.

—No. Ya no es importante. Estoy segura de que ellos ya lo han superado. No puedo volver.

Karina pareció querer discutir eso; sin embargo, las luces se apagaron, indicando que era hora de dormir.

—No creo que te hayan olvidado —susurró Karina—. Los padres nunca se olvidan de sus hijos. Deberías tratar de volver. Si yo pudiera ver a mis padres de nuevo, lo haría; pero ellos están muertos. Si tú aún puedes, regresa con ellos.

Isabel cerró los ojos.

—Lo haría, si pudiera.

Karina ya se había dormido.

El silencio era extraño esa noche. Isabel se dio cuenta de ello mientras mantenía la mirada fija en el techo de baldosas blancas, esperando a que llegara el momento de marcharse. Había hecho su plan desde que se había enterado de la «caza de brujas» organizada por el sacerdote.

Saldría del orfanato a la medianoche y se dirigiría hacia el sur de la ciudad, lejos de la parroquia que dirigía su persecutor. A unas cuantas calles había una casucha que pertenecía a un hombre anciano y alcohólico. Tenía pensado beber su sangre. Luego, con sus fuerzas renovadas por el alimento, se alejaría lo más posible de ese pueblo. Si todo salía como debía, al amanecer estaría ya en Querétaro, donde podría colarse a un tren rumbo a la Ciudad de México, para desaparecer de nuevo entre sus muchedumbres.

Varias veces su mirada se dirigió a Karina. Esa noche la tos no la había atacado. Eso era bueno: no quería que despertara y se diera cuenta de que había salido, no hasta que fuera de mañana. Aunque quería despedirse, sabía que le era imposible. Sus juegos de ese día habían sido, en cierta manera, su despedida.

Su oído captó las suaves campanadas del reloj que había en la oficina de la directora: era la medianoche. La hora de actuar había llegado.

Se levantó con cuidado y acomodó las almohadas de tal manera que hicieran bulto en la cama. Sabía que era un truco tonto; sin embargo, cualquier cosa que le ayudara en su huida, por más absurda que fuera, era bienvenida.

Antes de salir por la puerta hacia el pasillo, volvió a ver a Karina. La niña parecía algo agitada, pero no estaba despierta. Eso era bueno. Cerró la puerta y se dirigió hacia la parte de atrás del edificio.

 

* * *

 

Un minuto después de que Isabel hubiera salido, Karina se incorporó de golpe. Acababa de tener una pesadilla horrible. Su mirada se posó en la cama de su amiga. De inmediato notó algo extraño.

—¿Isabel? —susurró.

No obtuvo respuesta.

Era extraño; siempre que despertaba a medianoche a causa de algún mal sueño, Isabel también estaba despierta. Según su amiga, le era muy difícil dormir; no lo hacía hasta muy entrada la madrugada.

Se levantó con cuidado y caminó hasta la cama de su compañera. No tuvo que levantar las sábanas para saber que el lecho estaba vacío.

«Otra vez salió», se dijo.

Estaba a punto de volver a su cama, cuando un ruido en la lejanía, fuera del edificio, llamó su atención. Se asomó por la ventana y vio cómo Isabel salía por un hueco en la verja trasera del orfanato.

Decidió seguirla.

 

* * *

 

Isabel avanzó con cuidado por las calles. Al parecer, los vecinos se habían tomado muy en serio el asunto de «cazar a la bruja». En su camino se había topado con al menos unas cinco personas cargadas con antorchas que se dirigían con rumbo a la parroquia. Era una suerte que pudiera fundirse en las sombras al grado de ser casi invisible. Pero debía apresurarse; las cosas podían ponerse difíciles en las próximas horas.

Valiéndose de todas sus habilidades, avanzó sigilosamente hacia su objetivo.

Finalmente, la vio: una casucha de aspecto desagradable y frágil, que parecía que al menor ventarrón se vendría abajo. El resplandor amarillento de una lámpara de gas salía por una de las ventanas. Sin duda, el anciano ni siquiera tenía servicio de energía eléctrica. No era extraño; pocas casas y edificios en ese pueblo la tenían. Común, en realidad, para las zonas rurales de un país como México.

Se acercó con cautela a la casa. La puerta estaba entreabierta, y el anciano se hallaba recargado en un muro, con la botella de pulque en la mano derecha. Isabel sonrió: comida fácil.

Entró en la casa y avanzó como un gato acechante hacia su presa. Las venas del hombre palpitaban en su grasoso cuello. Era delgado y demacrado, pero serviría para su propósito.

Llegó hasta su presa y se dejó caer de rodillas junto a él. El hombre se removió en sueños, aunque no se despertó.

En un rápido movimiento, Isabel clavó sus colmillos en su cuello, mientras una de sus manos sujetaba al hombre por la boca, para impedir que hiciera ruido alguno. Claro, el hombre estaba demasiado borracho para darse cuenta de lo que pasaba.

Finalmente, Isabel se apartó del cuerpo. Su boca, sus manos y parte de su vestido estaban manchados de sangre; ya se las arreglaría para deshacerse de esta antes de salir de la ciudad. Ahora lo que debía hacer era descansar un momento, para que su organismo se deshiciera del alcohol que había ingerido junto con la sangre del viejo.

Justo en ese momento, algo llamó su atención fuera de la casa. Alguien había golpeado una botella, la cual ahora rodaba por el suelo.

Rápidamente, se puso en guardia y avanzó con paso firme hacia la puerta. Pero, una vez que estuvo afuera, sus ojos se abrieron con horror al ver que quien estaba allí era Karina. La niña estaba agazapada contra un muro, mientras veía con auténtico horror a quien había sido su amiga.

—Karina —susurró de forma apagada.

—¡Él tenía razón! —vociferó la niña, mientras gruesas lágrimas escurrían por sus pálidas mejillas—. ¡Me lo dijo! ¡Tenía razón! ¡Y yo…!

—¡Karina! —la llamó Isabel, mientras la sujetaba por los hombros y la levantaba—. ¡Olvídame! Olvida lo que me viste, olvida este horror. Vuelve a casa, al orfanato.

—¡Él tenía razón! —continuaba vociferando la niña.

Isabel la golpeó en el rostro con su mano, dejando una mancha de sangre en su mejilla, muy cerca de la boca.

—¡Vete, por favor, vete!

Karina tardó un momento en reaccionar, aunque ya no decía nada. Su mirada era extraña, como perdida. Se dio media vuelta y comenzó su camino de regreso al orfanato. Isabel se dejó caer al suelo. En su rostro era palpable su desesperación. Debía haberse dado cuenta de que Karina la seguía.

Luego de unos momentos, se levantó y volvió a entrar en la casa. Tenía que terminar lo que había empezado.

 

* * *

 

Comenzó a escalar el muro frente a la casa del anciano, la cual lentamente comenzaba a ser invadida por el fuego. Tenía que volver al orfanato, asegurarse de que Karina hubiera vuelto a salvo. Sabía que era arriesgado, pero no le quedaba otra opción. Al menos por los techos de las casas sería poco probable que alguien la viera.

Saltando de techo en techo, como un insecto, atravesando las calles a toda velocidad.

Un sonido en la noche la detuvo. La turba de «aldeanos furiosos» parecía estarse reuniendo. Podía escuchar sus gritos allá abajo, en la calle.

—¡Es la bruja! —vociferaban furiosos—. ¡La atrapamos! ¡Quemen a la bruja!

Isabel sintió cómo el corazón se retorcía dentro de ella. Un presentimiento de fatalidad se había depositado en su pecho. No quería verla, pero no pudo evitarlo. Caminó hasta el borde del tejado en el que se encontraba, y al mirar abajo vio cómo la turba rodeaba lentamente a Karina, cortándole toda posibilidad de escape.

La niña aún estaba sumida en el trance que le había provocado el haber visto a Isabel como lo que realmente era. No se defendió, simplemente se agazapó en el suelo, sin hacer nada.

—¿Cómo saben que es una bruja? —Isabel suspiró aliviada. Una voz de razón entre tanto fanatismo absurdo.

—¡Mira su rostro! —gritó alguien—. ¿No ves la sangre? Sin duda, acaba de matar a alguien.

—¡Pero es solo una niña, por el amor de Dios!

—¡Se disfraza de niña, pero es una bruja! ¡Al fuego!

Isabel temblaba de rabia e impotencia. ¿Cómo podían ser así? En su afán de encontrar un culpable, no les importaba acusar a una niña. Condenar a un alma inocente en el nombre de un Dios supuestamente bueno y amoroso.

«Pero tú eres como ellos», se dijo. «Eres el monstruo al que buscan, y no eres capaz de aceptarlo e ir en ayuda de tu amiga. Si te entregas, ella estará bien, y tu vida errante en las sombras terminará finalmente».

Pero no lo haría. Su instinto de supervivencia era demasiado fuerte como para dejarla hacer eso. Si fuera más fuerte, tal vez intentaría salvarla, pero incluso siendo lo que era, ellos la superaban en número y, por tanto, en fuerza. No podía hacer nada.

Siguió a la turba, todavía a salvo en las sombras y los tejados.

Estaban llevando a Karina hacia la pequeña plaza que había frente a la parroquia. Se decía que, siglos atrás, durante la época virreinal, allí se había juzgado y matado muchas brujas por parte de la Inquisición. Era el lugar donde la última inocente acusada también moriría.

No hubo un verdadero juicio, como antaño tampoco lo hubo para muchas de las supuestas brujas.

Isabel presenció, desde un tejado cercano, cómo Karina era atada a un poste. El sacerdote, entonces, sacó una Biblia y comenzó a recitar oraciones por las almas de las supuestas víctimas de la bruja.

—¡Que la justicia divina caiga sobre ti y tus congéneres! —terminó el párroco, mientras le arrojaba agua bendita a la pobre niña, la cual le dirigía una mirada asustada, sin entender realmente lo que estaba pasando.

La pila de leña a los pies de Karina fue encendida. La niña gritó y lloró, pero no pidió ayuda.

Isabel se quedó a ver el espectáculo, incapaz de reaccionar.

Vio a Karina mientras se retorcía y gritaba. Escuchó la tos cuando el humo comenzó a asfixiarla. Mientras el olor acre de la carne quemada comenzaba a llenar el ambiente, la gente alrededor seguía vociferando sus maldiciones contra la supuesta bruja.

Isabel se dejó caer de rodillas. Por primera vez en su no vida, gruesas lágrimas de sangre se deslizaban por sus mejillas.

Y, como siempre ocurre cuando una supuesta bruja es ejecutada, tanto en la antigüedad como en la llamada civilización moderna, no hubo nada de justicia divina en ese acto de salvajismo. Solamente fanatismo e histeria.

Tal vez ellos tenían una excusa real para actuar de esa manera. Realmente había un monstruo entre ellos, asesinándolos y bebiendo su sangre. Quizá no una bruja como dictaba la tradición, pero sí algo como ella. Sin embargo, estaban tan ciegos en su juego de acusaciones y fanatismo, que no eran capaces de ver lo que estaban haciendo, reduciéndose a sí mismos a ser como el monstruo al que perseguían.

Si algo se podía sacar de eso, razonaría Isabel más tarde, era que ahora entendía por qué no podía mezclarse con los humanos en ninguna circunstancia más allá de como predador: se lastimaba a sí misma y los lastimaba a ellos. Y una niña inocente había tenido que morir para que finalmente lo entendiera.

 

* * *

 

Isabel abandonó ese pueblo, aunque no esa noche, sino a la siguiente. Pasarían décadas antes de que volviera allí.

El escabroso asunto fue ocultado. El alcalde de la ciudad ordenó que no se hiciera público. No podía permitirse mala publicidad en su gestión, más aún cuando pensaba postularse para diputado federal el próximo año. Por supuesto, los implicados tampoco fueron castigados. Eso hubiera sido admitir que realmente había ocurrido un juicio por brujería en pleno siglo XX.

Al final, la única prueba de lo ocurrido esa noche era el poste ennegrecido y las lágrimas de los niños y empleadas del orfanato derramadas por la pérdida de una amiga. No era difícil saber quién había ardido allí. Varios de los presentes, entre ellos don Jacinto, lo habían confirmado. Y estaba la cama vacía.

Respecto a la otra niña, Isabel, no habían podido encontrarla. Algunos sostendrían más tarde que la bruja la había asesinado antes de que fuera capturada, aumentando la furia, impotencia y dolor de los que la creían una niña humana.

Años después, las personas de las casas vecinas a la plaza donde esto ocurrió juraron haber visto a una niña de pie cerca del poste en el cual se había quemado a la «bruja». Y en los años siguientes más personas verían al fantasma de una niña allí. Algunos la conocían como el fantasma que tosía, pues lo primero que se escuchaba antes de su aparición era la insistente tos de una niña enferma.

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