Cena navideña
CENA NAVIDEÑA
Una vez más era diciembre. El mes en el que las familias se unen en torno a esa fecha tan especial: la Navidad. Pero ¿qué significaba eso para ella? Era un monstruo: congelado por la eternidad en el cuerpo de una niña de siete años.
Hubo un tiempo en que las cosas fueron diferentes. Un tiempo en el que, con sus padres y hermanas, esperaba con impaciencia la llegada de esa fecha tan mágica. Recordaba también los adornos coloridos de las calles, las risas de los otros niños que, como ellas, no podían esperar más para la cena, los dulces, pasteles y regalos. Si cerraba los ojos y se sumergía en sus recuerdos, casi podía convencerse de que había retrocedido a esas épocas, que pronto su madre la llamaría para saludar a la familia, que volvía a ser inocente…
Por desgracia, la ilusión se desvanecía cuando abría los ojos. La ciudad de su infancia desaparecía, reemplazada por una moderna que nada tenía que ver con las que conoció cincuenta años antes. Un recordatorio de que el mundo había avanzado dejándola a ella atrás: un reflejo de una era ya olvidada por casi todos los que estaban vivos.
Isabel daría cualquier cosa por volver a vivir aquellos días, en los cuales las cosas eran más simples, cuando reía y esperaba con anhelo infantil los regalos que aparecerían bajo el pino de Navidad. ¿Qué más daba si Santa Claus o el niño Dios no existían y en realidad eran los padres? ¡Eran regalos! Para un niño es todo lo que importa.
En aquellos días felices, sus abuelos los visitaban y colmaban a la familia de amor. Incluso el abuelo Francisco, quien siempre se mostraba distante y estricto, ese día olvidaba su fachada de hombre duro para reír y compartir con el resto de la familia. Así de mágica es la fecha.
Isabel se recargó en el escaparate de una tienda departamental. Adentro, un montón de muñecas con rostros rígidos, fríos e inexpresivos como el de ella, le devolvieron la mirada. En cierto sentido, era una muñeca: atrapada por siempre en la edad con la que había muerto. Eso era lo que Frida, la mujer monstruosa que la había condenado a esa existencia, quería: una muñeca para jugar a ser su madre… y luego la había desechado cuando la consideró rota.
Su reflejo en el cristal le permitió ver lo surrealista que era estar todavía en ese mundo. Su indumentaria consistía en un vestido de holanes color celeste, de manga larga, y un par de guantes blancos, además de unos zapatos de vestir desgastados. Las niñas ya no vestían así, salvo para las fiestas. Era un fantasma de otra época.
Y luego, estaban los comentarios que los humanos cuchicheaban al verla:
—¡Pobrecilla, se ha de estar congelando!
—¿En qué piensan sus padres? Mira que dejarla salir así a la calle.
Resopló con fastidio tras un rato de escuchar lo mismo, una y otra vez, de personas a las que en realidad no les importaba.
No sabían que para ella no existía el frío. No de la misma forma que existía para ellos. Pero claro, los humanos son tan ciegos que no pueden reconocer que lo que está ante ellos es un monstruo. Una niña humana estaría tiritando y abrazándose a sí misma; quizá intentaría dar calor a sus manos con su aliento. Al respirar, soltaría vapor blanco de su nariz y su boca, algo que no puede hacer un muerto. Sin embargo, así es mejor: en su ignorancia son más fáciles de manipular, lo cual facilita mucho el ir de cacería.
En algún punto se cansó de ellos y alzó sus defensas mentales.
—No me miren, no existo para ustedes —susurró.
Como si fuera magia, las personas comenzaron a pasar de largo junto a ella, sin siquiera reparar en la frágil figura de la niña de cabellos castaños que miraba las muñecas en el escaparate.
No pasó mucho tiempo para que la tarde diera paso a la noche, con la rapidez propia de la temporada invernal, y la cantidad de personas en las calles disminuyó. Era veinticuatro de diciembre, después de todo. Las tiendas cerraban ya sus puertas: cualquier compra de última hora estaba hecha o ya era imposible. Era momento de volver a casa para pasar la noche con la familia.
Sin embargo, de pronto fue consciente de que alguien la miraba. Sonrió. Habían mordido la carnada. Era hora de que ella también fuera a buscar su cena.
Apartó su vista de las muñecas del escaparate para mirar a esa persona.
Era una niña de unos seis años, con el rostro sucio y unos ojos pardos que la miraban con curiosidad. Iba ataviada con un grueso abrigo de color rojo, muy acorde con la fecha, y un gorro invernal de temática navideña que lo complementaba muy bien.
Se miraron mutuamente, analizándose. Una impasible, otra con la simple curiosidad infantil.
—¿Estás sola? —se atrevió a preguntar la niña.
—Sí —respondió Isabel.
—¿No irás a tu casa?
—No hay nadie allí.
—Entonces, ¡vamos a la mía!
—No te conozco.
—¡Soy Anita…! Vamos, ven a mi casa. Mamá dice que nadie debe pasar esta noche sola.
Y antes de que Isabel pudiera emitir otra palabra, se encontró siendo arrastrada a través de las calles camino a la parte más pobre de la ciudad.
Pronto se vio rodeada de casas de una sola planta y techos de lámina, aunque de aspecto pintoresco, con sus fachadas humildes pintadas en tonos pasteles. En casi todas las ventanas, se podían distinguir guirnaldas y coronas de flores de Nochebuena. Además de las infaltables extensiones de luces desechables, emitiendo melodías y villancicos con sus pequeñas cajas musicales que solo podían generar uno o dos tonos sencillos.
Finalmente, se detuvieron ante una casa pintada de color melón.
Anita avanzó hasta la puerta, sin soltar la mano de Isabel, y la empujó hacia adentro. Entraron en una desordenada sala de estar, sin preocuparse de que la puerta se azotara detrás de ellas.
—¡Niña! —se escuchó la voz autoritaria de una mujer—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no avientes la puerta?
—¡Lo siento, mamá! —respondió Anita, alargando las palabras.
La mujer que habló apareció en la sala desde un corredor que, Isabel dedujo, daba a la cocina. Vestía un delantal manchado con restos de salsa y masa de los tamales que preparaba para la cena navideña.
—¡Oh! ¡Mucho gusto! —dijo la mujer cuando reparó en la invitada de su hija.
—Buenas noches, señora —respondió Isabel con cortesía.
—Puedes llamarme doña Toña, linda. Todos los niños de la cuadra me llaman así. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Isabel.
—¿Eres nueva en la colonia? No te había visto por aquí antes.
—Algo así.
—Estaba frente al centro comercial, allá abajo en la avenida —intervino Anita, y al instante se arrepintió al ver la mirada severa de su madre.
—¡Niña, ya te he dicho que no vayas sola a la avenida! Podría arrollarte un coche, salirte un borracho o un robachicos.
—¡Pero, mamá…! La vi tan solita que me dio cosa dejarla allí. Le dije que podía venir a cenar.
—¿Avisaron a sus padres? De seguro la andan buscando muy preocupados. ¡Es Nochebuena…!
—No hay nadie en casa —la interrumpió Isabel.
—¿Te dejaron sola? ¿En esta temporada?
—No importa, estoy acostumbrada.
La mujer estaba a punto de replicar, pero un poco del poder de persuasión mental de Isabel fue suficiente para hacerla desistir de tal idea.
—¿Puede quedarse aquí esta noche? —preguntó Anita—. Por favor… ¡Ya ves que está solita!
—No lo sé, si tu padre llega…
—¡Por favor! Es Navidad.
—Está bien… No seríamos buenos cristianos si nos negamos.
Luego de eso, la mujer dio media vuelta y regresó a la cocina, desde donde ya llegaba el olor de los tamales de pollo, carne y frijoles; además del atole con el que se servirían más tarde.
Isabel tuvo ocasión de observar mejor la habitación. Era un cuarto pequeño, con sillones tapizados de tela color guindo y retratos familiares colgados de las paredes color rosa pálido. Un viejo televisor emitía un especial navideño de la cadena de TV local, aunque nadie le prestaba atención.
—¡Ven conmigo! ¡Juguemos en mi habitación!
Anita guio a la niña eterna por un pasillo angosto en el cual había tres puertas. La del fondo resultó ser la habitación de la niña. Era una pieza pequeña pintada de color amarillo, con una cama recubierta con un edredón color crema. A pesar de los juguetes de segunda mano y los viejos pósteres de las princesas de Disney que adornaban las paredes, era un cuarto muy ordenado y acogedor.
Anita comenzó a hablar sobre sus muñecas, a las cuales, como toda niña de su edad, trataba como si estuvieran vivas, al menos durante el juego.
Pronto se encontraron inmersas en una improvisada fiesta, en la que las muñecas servían su propia cena de Nochebuena. Compartieron comida de plástico, bebieron ponche invisible y comieron pastel de cartón. Luego, repartieron regalos que en realidad eran viejas cajas de cerillas forradas con papel lustrina y aluminio.
Un par de horas después, un grito interrumpió la calma. Era la voz de la madre de Anita:
—¡Borracho de nuevo!
—¡Calla, mujer! No quiero escuchar tus gritos de vieja loca.
—¡Chingada madre, Víctor! Ni siquiera esta noche puedes dejar de beber. ¿No te cansas de llegar así todos los años? Bonito ejemplo le estás dando a Anita.
—¿A quién le importa? Desde hace años que debí marcharme de aquí.
—¡Eres tan inútil que no podrías sobrevivir por ti mismo! ¡Tú solo te estarías muriendo de hambre, me escuchas!
—Bah, me voy a dormir. Tus pendejadas me irritan.
Dio un portazo.
Isabel volvió la mirada hacia Anita. La niña estaba sentada en el piso, alisando de forma casi desesperada los cabellos rubios de la muñeca que sostenía en sus manos.
La niña eterna no hizo ningún comentario. Simplemente, se sentó junto a la otra y la influyó a continuar con el juego.
La madre de Anita las llamó media hora después. La vecina las había invitado al rosario para el Niño Dios. Un rato más tarde, regresaron cargadas de dulces, carne asada y vasos con chocolate caliente; pero todavía faltaba la cena familiar.
Isabel, como era su costumbre, fingió que disfrutaba de la comida, al tiempo que por un momento se dejaba llevar por el ambiente. Hubo bromas, risas y felicidad.
* * *
A las dos de la mañana, Isabel se levantó de la cama, teniendo cuidado de no despertar a Anita. Salió al pasillo y caminó hasta la sala. El padre de Anita había echado el seguro por dentro de la recámara, obligando a su mujer a dormir en el sofá. Haciendo el menor ruido posible, pasó junto a ella.
No obstante, la mujer estaba profundamente dormida, debido al agotamiento de pasar todo el día preparando los tamales para la cena. No se inmutó en lo más mínimo ni pareció notar su presencia.
Isabel entró al baño donde, tratando de hacer el menor ruido posible, vomitó todo lo que había ingerido. Así preparó su estómago para su verdadera cena navideña de esa noche.
El seguro de la habitación de los padres de Anita no se resistió en lo más mínimo a sus poderes, abriéndose con un ligero clic. Entró, cerrando la puerta con suavidad a sus espaldas.
El hombre en la cama era robusto, más bien gordo, y su piel y su cabello estaban grasosos. Eso, junto con su actitud, dejaban ver que era el tipo de persona a quien nadie extrañaría… Nadie además de Anita, claro. Aunque, con ese ejemplo de padre, no podía sentir pena por ella. Lo superaría.
Isabel sonrió, saboreando ya su cena, mientras avanzaba en silencio hacia la figura que seguía durmiendo en la cama…
* * *
El médico forense estaba confundido, devanándose los sesos en busca de la respuesta a qué podría haber causado la muerte de este hombre. O, mejor dicho, qué podría poner en el informe de la autopsia para que no hicieran muchas preguntas. ¿Un infarto? ¿Envenenamiento etílico? Nada de eso encajaba. Pero, a esas alturas, cualquiera que fuera la causa que anotaría en el reporte, no era más que un invento para salir pronto del mal paso.
Aunque, estaba seguro, lo más probable era que nadie hiciera preguntas al respecto (así era en México); lo mejor era cubrir su espalda lo mejor posible.
La realidad, en este caso, era que los médicos forenses no tenían idea de cómo explicar la muerte. Pareciera que la sangre se hubiese evaporado o desvanecido del cuerpo, por decirlo de alguna manera. No había herida visible, salvo por dos pinchazos en el cuello, como los que dejaría una aguja grande o un mondadientes. Eso no podía causar la muerte de nadie: no eran lo bastante grandes como para explicar una hemorragia masiva y tan rápida. Además, la habitación estaba limpia, salvo una que otra gota en las sábanas y en la almohada.
El más viejo de los médicos, quien tenía casi treinta años dedicándose a esa labor, sonrió con tosquedad cuando su compañero más joven dijo en son de broma que quizá había sido un vampiro.
—Pues si lo fue o no, no le des muchas vueltas —dijo—. ¿Cuánto llevas en esto? Un año, ¿no es así? Pues prepárate: verás más como este cada año.
—¿Más? —Casi se atraganta. ¿Estaba hablando en serio?
—Sí, uno sin falta. Y te digo cuál es la parte más interesante: si le preguntas a la hija de la víctima, muy probablemente te dirá que invitó a una niña que encontró en la calle a la cena navideña. Y por la mañana, había desaparecido.
El médico más joven sonrió nerviosamente.
—Es broma, ¿verdad?
El mayor negó con la cabeza y, ante la incredulidad de su compañero, explicó:
—No es la primera vez que veo algo como esto. Por eso ya ni me molesto en llenar bien el reporte. Siempre es la misma historia. Y nadie más que su hija recordará si hubo o no otra niña en la casa.
—¿Cómo lo sabe?
—Un oficial me lo contó hace un par de años. En la jefatura los tiene confundidos; pero, como de costumbre, solo se encogen de hombros y aceptan la versión oficial.
Se permitió una sonrisa irónica, antes de tomar la Coca-Cola que había dejado olvidada sobre su escritorio y darle un buen trago.
—Sobre la niña misteriosa —agregó, intuyendo que su compañero quería más detalles—, creo que la explicación es muy sencilla: le gusta tomar la cena navideña en nuestra ciudad.

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